No hay nada más duro en la vida que el egoísmo. Nos encierra en nuestros intereses y nos aísla del mundo. Solemos conjugar los verbos en primera persona. «Yo», «mí», «me», «conmigo» están en nuestro vocabulario casi siempre. Giramos en torno a nuestros deseos y nos buscamos demasiado a nosotros mismos, mientras decimos que queremos darnos a los demás. El egoísmo se convierte en cruz para los que nos rodean. El egoísmo nos hace blandos y volubles. El amor que se convierte en egoísta es un amor inmaduro que siembra egoísmo. Es un amor centrado en sí mismo e incapaz de ver la vida en toda su riqueza. El amor egoísta no logra salir de su forma simplista de ver las cosas. No descubre lo nuevo, ni la belleza y no se abre a la riqueza del verdadero amor. Nos cuesta salir de nosotros mismos.
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