Los discípulos dudaron, creían ver a un fantasma. No acababan de creer que se trataba del mismo Jesús que había vivido con ellos, que los había amado y les había hecho soñar. Dudan que sea él mismo de carne y hueso. La única forma de probar su realidad es tocar sus heridas. Él vive y su cuerpo glorioso lleva las heridas de su amor entregado por los hombres. Las heridas de Jesús resucitado nos llenan de esperanza. Muchas veces el corazón cree que sólo sin heridas podremos llegar al encuentro con el Señor. Sin embargo, nuestras heridas son el camino a la vida eterna. Nuestras heridas aceptadas y besadas, entregadas a Dios.
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